lunes, 3 de diciembre de 2007

La Ilusión De Sosías


“La ilusión de sosías”

Actualmente se considera una variedad más dentro de complejos y múltiples fenómenos de falsa identificación: el síndrome de Frégoli , que consiste en la identificación delirante de familiares en personas extrañas; la intermetamorfosis , en el que el paciente tiene la convicción delirante de que personas cercanas a él modifican su aspecto a voluntad o, más recientemente, el síndrome de dobles subjetivos , en el que un extraño es transformado físicamente, pero no psicológicamente, en el propio paciente. No son frecuentes en la clínica diaria, a pesar de que se asocian con un gran número de enfermedades ( neurológicas, metabólicas, tóxicas..). En psiquiatría, la mayoría de los síndromes de falsa identificación aparecen en los trastornos psicóticos, sobre todo esquizofrenias.
El encuentro con el enfermo de “ilusión de sosías”, plantea en primer plano, el problema de la identidad, por el que trasunta la ambivalencia y la dualidad intrínsecas al ser humano. Su discurso remite a un inconsciente colectivo, con los paradigmas primigenios del doble: la sombra, el reflejo o la huella. En realidad, en la mayoría de los casos, no se trata de una ilusión, ni de un fenómeno alucinatorio. Los pacientes, no perciben imágenes de un doble, sino que están convencidos de que los dobles existen. La manera en la que llegan a esa convicción, tiene que ver, precisamente, con el proceso del enfermar delirante. Es, en estos casos, como en el caso de Manuel, una brutal representación de la metáfora de Susan Sontag La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos”.

Como cada domingo, Manuel salió a pasear con su perro. Aquella mañana se despertó mucho antes de lo habitual. Se sentía extraño, diferente, como “despojado de culpas y preocupaciones”. Tomó un café, se puso un pantalón corto y sacó a Rudo de la caseta. Era un día claro de verano. A la altura del Vora Mar se cruzó con un hombre y una mujer, ancianos. Caminaban ligeros, de la mano. Los dos lucían unas enormes varices que comenzaban por encima de la rodilla y se perdían bajo la espuma. Tenían esas extremidades inferiores que suelen verse en la playa, a estas horas del día, arqueadas, en “genu varo”, como cedidas al peso de la vida.
-Buenos días.

-Buenos días-contestó Manuel-.

Más tarde, le adelantó una joven. Siguió con atención los movimientos poco coordinados de sus brazos y las huellas planas, profundas y pesadas, que dejaban sus pies en la arena. Nada parecido a la ligera impresión triangular que deja un corredor medianamente entrenado. Midió mentalmente la distancia entre huella y huella, y calculó que la joven llegaría apenas cinco minutos antes que él, al malecón. Eso suponiendo que no se parara a tomar aliento, cosa que presumía muy probable, a juzgar por la agitada respiración que percibió a su paso. Debía tener una frecuencia cardiaca entre ciento veinte y ciento treinta. Tomó su propio pulso, sesenta y dos, y evocó sus tiempos de atleta mediocre en el Athletic Club de Sant Sadurnì.

Seguía inmerso en estas divagaciones cuando reparó, sorprendido, en la presencia de dos hombres que ya se acercaban hacia él. Iban vestidos de manera impecable, nada adecuada al tiempo y al lugar. Trajeados de oscuro, con corbata y camisa blanca, caminaban despacio, sin modificar en absoluto su trayectoria, indiferentes al agua que mojaba sus zapatos y empapaba la parte baja de sus pantalones. Eran curiosamente parecidos, altos, más bien delgados, de barba cerrada, fuertes mandíbulas y amplias entradas. Imaginó que se trataba de unos excéntricos vendedores de biblias.
-Pertenecemos a un equipo de científicos y estamos reclutando hombres con sus características físicas, para una futura investigación…
Manuel interrumpió con un esforzado carraspeo y tiró de Rudo, que parecía recelar de los desconocidos. Amablemente, pero sin darles pie a una réplica, salió del apuro como pudo. Le extrañó que no insistieran, y siguieran su camino como si tal cosa. Contó hasta diez antes de decidirse a mirar hacia atrás. Uno, dos, tres, cuatro… ¡Habían desaparecido! El día estaba claro y la playa desierta, y desde donde él se encontraba, hasta el paseo marítimo, había que caminar mucho más que el tiempo que se tarda en contar hasta diez. Tal vez soñaba. Buscó indicios de la realidad en las reacciones de Rudo, mojándose la cara con el agua de mar, haciendo sonar unas conchas en su mano…Por un momento, se sintió reconfortado, al ver que la joven desgarbada ya volvía desde el malecón.
-Perdone señorita…
Manuel se quedó plantado, viendo como la joven salía corriendo en dirección al paseo marítimo. Algo en su interior, le decía que ella también tenía algo que ver con aquél encuentro singular. Volvió sobre las huellas de la joven; en algún momento, se cruzarían con las de aquellos hombres, como prueba de que todos ellos formaban parte de la intriga. Intuía que algo terrible estaba a punto de pasar.
Era el tres de junio, hace ahora seis años, un domingo al amanecer.
Durante los siguientes dos meses no quiso volver a recordar aquella mañana. Finalmente, se casó con Paloma. Dejó la fábrica y se puso a trabajar por su cuenta, de albañil. La sospecha de que estaba siendo objeto de un complot, que amenazaba con despojarle de su “alma”, fue invadiendo, poco a poco, toda su vida, su pensamiento, su casa, su trabajo, su matrimonio…
Envuelto en sudor frío, se despertó a las tres de la madrugada. Un hombre y una mujer rodeaban su lado de la cama. Paloma dormía profundamente. Iban cubiertos con unas largas batas blancas. El hombre, era uno de los que vio
en la playa y la mujer - no había ninguna duda - era Paloma. Un espasmo de pánico lo paralizó. Quería volver el rostro hacia su esposa, “la mujer que dormía a su lado”, pero no podía moverse.
-Hemos venido a llevar a cabo una investigación. Le inyectaremos un fluido blanco por debajo de la sexta costilla.
Manuel sintió un impacto frío en el corazón. Pensó que al fin llegaba el momento de la revelación. Una vibración recorrió lentamente todo su cuerpo en un orden anatómico casi perfecto. Desde el corazón, el fluido blanco y frío se bifurcó, a cada lado, por debajo de las clavículas y luego, en espiral, alrededor de los huesos de los brazos y antebrazos, para ramificarse en las muñecas hacia cada uno de los dedos hasta sus yemas. Parte del fluido se concentraba en la pared de su estómago, enfriando los órganos principales del abdomen, el hígado a la derecha, el páncreas un poco hacia la izquierda y los riñones. Desde los testículos, por las ingles, descendía buscando los huecos poplíteos y se acumulaba en la masa muscular de sus gemelos. Por encima del vértice de sus pulmones, otra vibración blanca y fría alcanzaba las carótidas y se introducía, con cada pulsación, en el interior del cráneo, extendiéndose en infinitas ramificaciones por el interior de su cerebro. Sintió cómo el fluido blanco, frío y vibratorio, iba reemplazando el humor vítreo de sus globos oculares, cegándolo poco a poco, al mismo tiempo que la imagen de aquellas dos personas, “aquellos impostores”, se desvanecía de los pies a la cabeza, mientras repetían:-“Dentro de seis años volveremos”.
Manuel se incorporó agitado y gritando:
-¡Estoy ciego, me han dejado ciego!
La ambulancia llegó al hospital a primera hora de la mañana. En el camino ya había recuperado la visión. La exploración descartó patología orgánica, y la consulta con el psiquiatra de guardia fue concluyente:
-Estaba usted sólo soñando.
El médico le explicó de manera científica y convincente la arquitectura del sueño, y las alteraciones hipnagógicas e hipnopómpicas del mismo.
Paloma estaba asustada. Era mucho más joven que él, hermosa y valiente, pero temía haber perdido, aquella misma noche, al hombre del que se enamoró.
Manuel ya no se recuperó. Estaba convencido de que el médico que lo visitó, era “otro impostor”: el doble del dueño del taller mecánico. Vivía entre el terror y la perplejidad, en una dualidad vertiginosa. La mujer con la que convivía, había suplantado a Paloma, sabe Dios con qué intenciones, aunque intuía que una mafia científica, estaba detrás de todo esto. Toleraba su presencia en casa, porque sabía, que tarde o temprano, daría a conocer su verdadera identidad. Empezó a leer todo lo que caía en sus manos sobre clonación y clones. Temía encontrase consigo mismo, en cualquier momento, en cualquier lugar.
Unos meses después, Paloma, derrotada, lo abandonó. El trabajo iba bien, pero ya nada tenía para él, el mismo significado, la misma importancia. Cuando los encargos, las chapuzas y los portes, le desbordaban, siempre contaba con “Manobra”; así llamaba a Mustafha Hissini, un joven magrebí que conoció en Dragados y Construcciones. Apenas hablaban. A Manuel le divertía y, a veces, le emocionaba oír aquellas melodías que venían de África, que Hissini sintonizaba, cada día, a la hora del almuerzo.


Hoy conozco a Manuel. Está conmigo Orlando, el nuevo residente de psiquiatría, que lee en voz alta el informe de urgencias:
“Varón de 43 años de edad, remitido desde el servicio de Traumatología. Caída tras electrocución, hace dos meses, en accidente de trabajo, sin lesiones residuales. Presenta un cuadro de alucinaciones auditivas y visuales de 24 horas de evolución, agitación psicomotriz e ideación delirante de persecución (explica estar bajo el control de una secta de científicos). Episodio similar hace unos seis años, que no requirió seguimiento psiquiátrico.
Acostado en la camilla del box número tres, se percató de que de una de las guías del techo, una pequeña esfera de cristal proyectaba un finísimo haz de luz, blanca, fría y vibratoria. Esta vez fue directamente a impactar entre sus cejas, y desde allí, en unos segundos, se extendió por todo su cerebro. La agitación cedió y los sedantes lo adormecieron.

Postdata uno para Orlando:

Espero que disfrutes de tus vacaciones en la Habana y con tu gente. En el servicio, todo sigue más o menos igual. Ana, la psicóloga, está felizmente embarazada, y Alejandro a punto de prejubilarse; echaremos de menos su perspectiva política de la enfermedad, ¿verdad?. Aún no sé qué le pasa a Manuel. Esperamos una resonancia. Es un hombre serio, educado, tímido y poco hablador. Trabaja, duerme y poco más, ahora sin rastro alguno de locura, salvo que, la suya, sea su profunda soledad. Sólo le interesa que hablemos de sus experiencias alucinatorias, de los dobles, buscando indicios fronterizos entre la realidad y los sueños, como aquella mañana de domingo. Algunas veces, habla un poco de Paloma; cuando lo hace, me siento vulnerable, me emociona, pienso que está siempre a punto de decirme, por fin, lo que Manobra y yo sabemos. Y que ahora sabrás tú.

Postdata dos para Orlando:

Por fin, el pasado jueves, quiso que habláramos del accidente. Nunca le vi tan triste.
En el transistor habían sintonizado Radio Tarifa.
-Me gustaría haber ido a África. Me gustaría haber tenido otra suerte-comentó Manuel-.
Manobra asintió y le acercó la lata de cerveza.
Le pareció ver la sombra de Paloma proyectada en la pavimento, desde el andamio, a siete metros de altura. La reconocería desde cualquier ángulo, desde cualquier lugar. Le dio tiempo a distinguir sus finos tobillos, la cadera generosa y el pecho firme, los cabellos ondulados…
Bastó con desprenderse de los guantes, soltarse del arnés y alargar la mano hasta el cable. Su cuerpo aún pudo arrastrarse unos metros, como intentando subir de nuevo al andamio.
Respecto a tu pregunta, Orlando, no se qué decirte, pero aunque no siempre está el amor y el desamor en la narrativa de los pacientes, sí sus despojos. También, a veces, la ilusión de sosias resuelve el problema de la ambivalencia, a través de complejos mecanismos inconscientes de escisión y proyección. La culpa no permite odiar y amar al mismo tiempo. El delirio de dobles proyecta el malestar sobre el impostor, sin ningún tipo de incertidumbre afectiva.

Publicado el 11 de Agosto de 2007 en el suplemento de Salud, del diario El País.